No estoy seguro de si la ignorancia perjudica o beneficia mi salud, o tal vez contribuya a vivir como los anacoretas que se dedican a la vida contemplativa.
Sí sé que la Ciencia y el Saber fortalecen mi estado de ánimo y mantienen vivas mis facultades mentales.
Sé que mi actual sordera no me privará de oír buena música, ni escuchar a un rapsoda, o atender con placer a un lúcido conferenciante, porque mi sordera no se debe a ningún problema de audición, si no a un principio de autodefensa.
No sé si mis operadas cataratas con implantadas lentes han aclarado mis ideas o sólo el sentido de la vista.
Si mi fe es la del barquero, a pesar de no saber remar ni navegar tampoco, o la fe del carbonero.
Tampoco sé que mi condición de irredento indeciso compensa mi habitual precipitación que me hace cometer estúpidos errores.
Sí sé que mi condición de ser un habitual afortunado favorece mi buena estrella o la inestimable ayuda de la Providencia que no se aparta un momento de mi lado.
Sé que mi deseo de saber más de lo que debo tal vez no me interese, por aquello de que ojos que no ven, corazón que no siente.
No sé si mi salud es estacionaria o se mueve acelerada y vertiginosamente hacia el fin del trayecto.
No sé si debo saber algo que no sé, o si ya es demasiado tarde para saberlo.
No sé si en estos momentos sé lo que sé gracias a quienes pretendieron ser mis maestros, o a pesar de ellos.
Lo que sí sé que estoy seguro de saber, es que mi condición de octogenario hace que me sienta satisfecho con mi forma de haber empleado mi tiempo, ya que de lo contrario seria aceptar que soy un fracasado, cuando lo que en realidad siento es que soy un triunfador después de haber vencido en cien batallitas sin importancia. Y es que las batallitas ni ofrecen una satisfacción completa si se ganan, ni sus heridas son graves si se pierden.