Esta gente no ha hecho en su vida más que a estudiar, a escudriñar a fondo nuestras reacciones, nuestras debilidades y nuestras peculiares maneras de proceder.
Nos han perdido tanto el respeto, tan bajo nos consideran, que ya ni miran a ver si existimos.
Saben cuáles son nuestras limitaciones, nuestro Talón de Aquiles, nuestros gustos y aficiones y, sobre todo, nuestra nula capacidad de reacción.
Somos obedientes y estamos entregados, seducidos, domados, abducidos…
Hemos llegado a un estado de «ingravidez» que ni sentimos, ni padecemos; somos como amebas insensibles que aguantamos carros y carretas hasta hacernos unos insufribles consentidores de todo lo que quieran hacernos sin oponer la menor resistencia.
Solo les falta acabar con nuestro orgullo y con nuestra dignidad.
Por querernos, nos quieren mudos, ciegos, dóciles, sin opinión, sin posibilidad de crítica, ni tan siquiera respirar sin su permiso.
Los medios de comunicación independientes se esfumaron como por arte de magia, hasta convertirse en paniaguados del poder.
Y este poder que se ha erigido en los creadores de opinión sí es muy preocupante.
Y para colmo nacieron las redes sociales y del poder de las mismas se han dado cuenta los grandes magnates y son estos los que se han ofrecido a los grandes estados de los países más avanzados del mundo.
Sólo tienen que ver cómo los políticos se dirigen a nosotros a través de Twitter o Instagram. Hasta sus peleas, reyertas, refriegas y agarradas las hacen vía Twitter como parte de su peculiar y burda pelea entre colegas del Insti.
Es cómo volver a tiempos de la oprobiosa, pero con otros censores, antes con uniformes, sables y gorras de plato y ahora con chupas cutres, vaqueros rasgados, camisas descatalogadas a cuadros y playeras de mercadillo.
De aquella bella mujer vestida con una tenue túnica insinuando sus encantos, que se cubría los ojos con un pañuelo, que portaba una balanza en una de sus manos y una espada, en la otra, queda una distraída y mirando de reojo.
Ahí tienen a «nuestros» representantes tan campantes, entre putas, mordidas, hoteles de lujo, champagnes, depravación, viagras, entrando y saliendo como Perico por su casa por hemiciclos y cámaras, y dejándose fotografiar en ropa interior con señoritas de vida disipada a domicilio, con su desvergüenza a cuestas y las braguetas abiertas. Porque «por casualidad» los golferas sólo son machos, que no hombres.
Volquetes de putas, drogas, prostitución, chantajes, favores y cutres mafias de película de Berlanga.
Y ahora, para diversión del pueblo nos ofrecen una charlotada a representar en el mismísimo congreso. Una burda representación bufa del circo romano, del Bombero torero, o del Platanito.
Lo de Koldo bien merece una película de Torrente.