En el transcurso de nuestra vida evolucionamos de tal manera, que tenemos la necesidad de cambiar en función de nuestras circunstancias, experiencias, modo de pensar, nivel educativo y formativo.
Nos vemos obligados a cambiar de rumbo tratando de buscar caminos que nos conduzcan a una mejor y mayor calidad de vida.
En el mundo laboral pudimos cambiar de trabajo, empresa, ciudad e incluso de país.
Las parejas pudieron divorciarse y volver a rehacer su vida tantas veces como las circunstancias se lo permitieron.
Pudimos cambiar de centro de enseñanza, de entidad médica, de confesor y de hospital.
Pudimos elegir el centro comercial, carnicería, pescadería o carnicería.
Cambiamos de vivienda, de marca de coches, de seguro, o de CIA telefónica…
Ahora bien, sentimos pánico ante la posibilidad de cambiar de religión o de partido político, porque al osado le caerían encima las diez plagas de Egipto y todo tipo de descalificaciones e improperios. Tales como renegado, traidor, trágala, indecente, chaquetero, miserable, desleal, infiel, Judas, felón, pérfido, falso y mil lindezas más…
Porque la religión y la política deben acompañar al feligrés o al militante, desde que la abraza hasta la muerte, aunque haya que convertirse en un trágala aceptando las órdenes del líder o del aparato que lo mantiene.
Pareciendo la actual política un carajal, basurero, lodazal, podredumbre, estercolero, zahúrda, pocilga… Resulta que aquel que quiera salir de toda esta suciedad se le condena a padecer todas las penas habidas y por haber, por el hecho de que la condena a permanecer en el redil es a perpetuidad.
Hasta crean dos tipos de lodazal, el propio o el extraño, resultando que el propio el olor que desprende ya les resulta familiar.
Sólo les hace falta a los que decidan salir de semejantes cloacas, que su osadía le condene a la hoguera directamente, como le correspondería al renegado o al traidor…
Y si el líder espiritual con su vitola de infalible, de hablar excatedra, de ser superior, ordena algo, entonces se obedece sin más. Es la obediencia hasta convertirse en esclavos.
El líder jamás miente, el líder cambia de opinión o de criterio.
El líder no se equivoca, se equivocan sus asesores. El líder no se confunde, se confunden sus enemigos.
Lo estamos viendo hoy con esa veneración casi divina al Presidente Sánchez, con esas muestras de adoración divina.
Qué delirio, qué dependencia, qué sumisión han creado unos cuantos estómagos agradecidos, ante la charlotada sin límites que les ha obsequiado el gran jefe.
Hasta sus más fieles guardaespaldas lo han bautizado como el puto amo. Imagínense si llega a ser mujer… a ver cómo feminizan la denominación de puto amo.
Después del calentón y de la resaca, algunos se sentirán avergonzados al verse burlados, ridiculizados y humillados.
Si no se tiene vergüenza ajena con este tipo de comportamientos, todo lo que nos pase nos lo tenemos muy bien merecido.
Con la perspectiva de este pequeño lapsus de tiempo, lo que ha propiciado Pedro Sánchez en sus súbditos, acólitos, o feligreses, ha constituido un excelente ejemplo del enorme poder que ejercen en el pueblo los directores espirituales, los dioses del olimpo, los héroes de barro, los influencer de plexiglás.