Durante cuarenta y dos años tuve la inmensa fortuna de trabajar en el sector de la Enseñanza Pública por esas cosas que tiene el destino, no por vocación.
Y como la vocación no influyó en mi decisión, que fueron las circunstancias, tuve la necesidad de ir cambiando mis objetivos según se iban sucediendo mis experiencias y exigiéndome mis alumnos.
Tuve que ir desterrando viejas costumbres, modulando y ampliando mi formación y aceptando las exigencias que imponia aquella nueva realidad.
Al principio me impuse la teoría sobre la práctica; después la razón sobre el concepto y al final me centré en la pretensión de enseñar a mis alumnos a manifestarse con libertad, con corrección y respeto, e inmediatamente después, a plasmar pensamientos a través del lenguaje oral y escrito.
También a expresar los sentimientos de forma clara; a defenderse ante la adversidad y a comportarse según lo exigía la ocasión.
Cada mañana, al llegar al aula, estaba dispuesto a enseñar y a aprender al mismo tiempo; a ganarme el respeto respetando; a conocer a mis alumnos lo más profundamente posible para así poder llegar a ellos fácilmente.
Su entorno familiar, sus carencias, sus limitaciones, sus debilidades, sus virtudes y defectos… Su carácter, genio, personalidad y coeficiente intelectual, sin la ayuda de nadie que no fueran las familias, que a veces colaboraban poco y otras nada.
Entonces no habían psicólogos, ni pedagogos, ni departamentos de orientación.
Cada mañana tuve que enfrentarme a mis ostensibles limitaciones, sabiendo que por cada injusticia que cometiera habría un chaval que sufría y por tanto un posible inadaptado dentro de una sociedad hostil. No sé si yo también lo era, porque en realidad yo quería ser otra cosa…
Tuve que aprender a aceptar que los que ejercíamos la Docencia debíamos ofrecer un servicio a los demás, no al revés, sin lesionar sus intereses, su dignidad y sus derechos.
Al poco descubrí que trabajabar con chavales absolutamente diferentes, únicos y singulares, no era tarea facil, más bien muy complicada.
Con mi primer error descubrí que tenía que ser extremadamente cuidadoso, justo, ecuánime y sobre todo, tolerante.
Me vi en la necesidad de mimar y proteger a aquel chaval que miraba escondiendo la mirada, disimulando las penurias y ocultando la necesidad… Porque su orgullo no le permitía mostrar su pobreza.
Y me enamoré de una profesión en la que nunca habia reparado, es lo que tiene la Enseñanza Pública.
Porque yo lo que quería ser era policía secreta, como mi mejor amigo. Mi amigo que en el ejercicio de su profesión murió en el barrio chino de una gran ciudad.
Muchos como yo quisimos poner de moda la «enseñanza de autor», es decir, la enseñanza individualizada. Cada alumno un mundo, cada alumno una vida, cada alumno una historia, cada alumno un ser irrepetible.
Después de los primeros años me di cuenta de la enorme responsabilidad que el destino había puesto en mis manos, nada menos que la formación, educación, instrucción y enseñanza de toda una generación.
Tuve que atemperar el carácter del rebelde y revitalizar el carácter del humilde, del pobre que disimulaba su pobreza, del sano frente al enfermo. Del suficiente frente al dependiente…
Y aun así, tuve que aprender a pedir perdón por las injusticias que inconscientemente cometí cada mañana con aquel chaval, que habiendo maldormido en una catre de madera, se acurrucada en el pupitre mostrando su agotamiento después del recreo, que era el tiempo que le duraban sus reservas.
No fue tarea fácil la del docente en aquellos años, al tener que caminar por la delgadísima senda donde cualquier distracción pudiera producir un daño irreparable al que sin reservas nos tomó como el guia que le mostrase el camino a una generacion donde comer tres veces al día era un lujo.
Ahora todo está en el mismo plano y las calificaciones son tan inconsistentes, tan etéreas, que la valoración mas eficaz es la que se establece en los recreos donde impera la ley de la selva, ya que en el aula lo mismo da una calificación que otra, cuando la promoción está asegurada.