Nadie está libre de sufrir la enfermedad que nos induce a padecer delirios de grandeza, falsos protagonismos, inventados linajes y ridículos endiosamientos.
Nadie está libre de pasar de ser una persona corriente, anodina y anónima, a ser de pronto agasajada, admirada y alabada por una pléyade de arribistas en busca de propina.
Son los que gracias a un golpe de suerte, sin más méritos que el que ofrece el caprichoso azar, pasan de ser unos mediocres, a convertirse en personajes de inventados méritos, usurpados curriculum y falsos estatus sociales.
Sin apenas darnos cuenta, pasamos de ser ciudadanos de sencilla y humilde condición, a seres que empiezan a caminar entre algodonosas nubes, condensada a desaparecer con los primeros rayos de sol.
El que es verdaderamente importante práctica la elegante y natural virtud de la humildad, fiel compañera de una vida plena de dignidades.
Y para que la fatídica enfermedad no nos contagie de su terrorífico y devastador virus, debemos estar vacunados y tomando grandes dosis de ese maravillosa virtud que es la humildad…, un prolongado tratamiento anti egolatría, un choque vitamínico que nos haga inmunes ante el devastador narcisismo, un mágico elixir que nos preserve de la insoportable presunción, la insufrible petulancia, la nefasta arrogancia y la mortífera vanidad…
El virus se encuentra de manera muy activo en el mundo de la política, en el empresarial, o simplemente en una inesperada carambola que saca a los humanos de su hábitat natural, para auparlos a un jabonoso y resbaladizo pedestal…
Una vez infectados con estas exterminadoras bacterias, serán los siempre atentos depredadores, con aspecto y formas humanas, los que terminarán aplicando grandes dosis de potenciadores de la soberbia, a través de los aduladores, pelotas, agasajadores y halagadores, encargados de llevar hasta la exterminación al ya irredento infectado…
Para esta enfermedad siempre hay quienes ofrecen mayor resistencia y quiénes muestran una tremenda indefensión al estar muy sensibilizados, debilitados y entretenidos en alimentar su propio ego…
Y esto se lo tuve que explicar un día a un sacerdote que se crecía hasta el paroxismo en su artificialmente elevado púlpito, cuando un día aquejado de una insoportable artrosis no pudo subir por sí solo la escalera de caracol que le elevaba aquel púlpito de torneadas maderas, barrocos bajorrelieves, y nobles y majestuosas esculturas, olvidándose de sus votos de humildad adquiridos a través de asignatura de desarrollo teórico en el seminario de estructura piramidal.