Tras el prolongado estío de estas tórridas semanas, de pronto, tal vez mediatizado por la pertinaz sequía, recuerdo aquellos sentidos placeres de cuando paseaba sosegadamente bajo la lluvia en plena niñez.
Ya, desde la más tierna infancia mis padres se enojaban conmigo por mi extraño comportamiento de quedarme extasiado bajo la lluvia.
En pleno aguacero aminoraba el paso y permitía al chaparrón que me calara hasta los huesos para mayor disfrute de todos los sentidos.
Alzaba la cara y dejaba que la lluvia penetrase en mi pelo hasta dejarle como una rezumante esponja…
Disfrutaba plenamente cuando se establecían delgados y caudalosos surcos de agua sobre mis infantiles facciones…
Y entreabría la boca y me bañaba los labios y refrescaba la lengua que relamía ríos de lluvia.
Añoro con verdadero deleite cómo me embriagaba el magnífico aroma a tierra recién humedecida y de hierba recién bañada…
Y la mirada se empañaba y en mis ojos se depositaban pequeños brillantes que emitían irisados destellos de colores, por esa extraña refracción que emiten la luz y el agua formando minúsculos arcoíris nacidos de improvisados caleidoscopios…
Cómo echo de menos aquellas tormentas de verano. Cómo añoro aquella infancia cuando me atrevía a jugar con la lluvia caída en tromba sobre mi cara desafiante ante el repentino aguacero…
Más de pronto, hoy, en mitad de este mes de agosto, en mi paseo diario por la orilla del mar, ha empezado a llover y todos corren a refugiarse bajo los toldos de cafeterías y restaurantes del inanimado paseo marítimo…
Y fue una fuerza extraña la que frenó mi inicial huida hacia las marquesinas…
Y de manera impensada aminoro el paso, y abro los brazos y de repente regreso a mi infancia y vuelvo a sentir la lluvia y quiero envolverme en ella…
En pleno éxtasis observo cómo se empapa mi pelo y cómo se conforman surcos caudalosos de delgados cauces sobre mí ya acartonado rostro…
Y mi mirada se humedece por el repentino chaparrón…
Y la nostalgia se apodera de mí, porque la lluvia, una vez más, me devuelve a aquellos años, justo lo que durará la inoportuna tormenta…
Me siento aliviado al ver qué tras de mí vienen dos niños mirando al cielo y con los brazos abiertos tratando de atrapar la placentera y reconfortante lluvia.
Un impulso irrefrenable hace que espere a orillas del mar la llegada de los niños y tan pronto se ponen a mi vera decido correr junto a ellos dejando que la lluvia nos empape, permitiendo que minúsculos regueros recorrerán nuestras caras que irradian felicidad…
… Al poco termina la tormenta dejando empapada mi ropa y mis blancos cabellos rezuman como una esponja recién retirada de un manantial.
De nuevo aparece la calma, el calor y el sofoco de las altas temperaturas y solo la humedad de la arena y el alborotado pelo caído sobre mi frente denota que ha llovido.
Y ya de regreso, caminando por la orilla del adormecido mar, voy deshaciendo las bellísimas e inmaculadas cenefas que las minúsculas olas van dejando sobre la arena, como el maravilloso ajuar que una vez regala nuestro entrañable Mediterráneo a sus rendidos amantes…
Y mientras camino recuerdo aquella magnífica escena de Cantando bajo la lluvia… Y a Fred Astaire y a Cyd Charisse…